lunes, 24 de agosto de 2009

EL DIA QUE DEJE DE CREER… EN CUENTOS.

Escuché los terribles gritos una vez entre al bosque. Debieron oírlos, eran largos, lúgubres y espantosos. La noche caía babosa sobre el verde techo, que dibujan los árboles. Casi a tientas me abrí paso por entre la maleza. Los juncos y enredaderas prestaban dolorosa lucha. Solo al canto filoso de mi machete, abrían paso.

Ya los tímidos rayos de la luna, en hilillos de seda se entretejen con las sombras. Al fin, alcanzo a duras penas la vereda. Un portón me sale al paso, detrás una vieja y miserable casona parece erguirse por sobre la empinadura del monte.

Nuevamente los gritos. Esa procesión de lastimosos quejidos y desenfrenados aullidos, como chasquidos salidos de boca de la muerte. Juro no haber escuchado ni en ésta, ni en otra vida, pena más lastimosa, ni tan terrible ningún otro espanto. Con más miedo que curiosidad, cruce el portón del caserón. Me deslice silencioso por la parte trasera, por donde se levanta un anexo de maderas de palma y cobijas de paja y lodo. Ya próximo pude oler el indescriptible aroma de la sangre.

Escucha amigo. Que este cuadro, no refleje ni un asomo de lo que fue aquella, tan terrible escena. Escena macabra y espectral. Asomado y en asecho por una de las hendijas en las maderas de la casona, le vi como proyectado al cielo, de pie y enorme y recubierto de sangre; con las manos peludas y terminadas en garras; con un hocico prominente y una gran boca dentada con enormes sables de marfil; con la nariz, las orejas y esos incandescentes ojos endemoniados. Lo vi. Era la encarnación del mismo diablo. Mudo y petrificado hubieron de pasar largos minutos, los que me parecieron eternos. De su boca despachaba emanaciones de fuego. Mientras con sus garras desgarraba un cuerpo inerte, casi ahogado en esa, su propia sangre.

Me vi tentado a darme en huida, pero el miedo a lo desconocido me venció. Una larga cola removía, dando zarpazos a diestra y siniestra. De detrás de su espalda salían alargadas alas, las que abrían y cerraban arremolinando y descomponiendo todo a su alrededor. Un olor a carne podrida exhalaba de sus orificios nasales. Mientras su piel rugosa y áspera, estaba recubierta de escamas. Destrozando el cuerpo y bebiendo de su sangre, parecía querer saciarse.

De repente y en un arrebato de locura, me abalance sobre la espeluznante bestia y con machete en mano, arremetí con estocadas mortales en la espalda del engendro endiablado. Cause, les aseguro, mas de cien estocadas y sangró una viscosa materia gris. Pareció quejarse y en estruendosa marcha se alejó; no sin antes esparcir el fétido olor de la muerte.

Ya solo en el caserío y recobrando la serenidad. Me dispuse a auxiliar aquel cuerpo desgarrado. Ay mejor me hubiera marchado. Ay mejor y me hubiera comido, a mí también.

La muerte no había marchitado aún la belleza de su rostro. Su carne blanca, ahora pálida se había vuelto transparente. Su desnudo torso hecho tres pedazos, enredada su cabellera ensangrentada; faltaban algunos de sus miembros. Y ese último grito dibujado en su boca. Allí tirada estaba la más hermosa de las mujeres. Estaba la más muerta de todas las mujeres… El lobo se la había comido.

Ay caperucita...!, Te vi teñida con el rojo de tu propia sangre.

Les juro, que desde ese día deje de creer en cuentos de hadas.

NOLBERTO SABINO 11-07-2002

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